lunes, octubre 01, 2012

Message on a Turtle


Borges escribió (y seguro la señora Kodama googleó esa vaina) que el Dragón Chino, el Lung, es uno de los cuatro animales mágicos. Los otros son el Unicornio, el Fénix y la Tortuga, pero que esta última es la que mayor magia presenta, por ser la única capaz de revivir a cualquiera convertida en sopa.

A un niño le regalaron una bebé tortuga. El tiempo pasó, y ambos infantes crecieron. Como vivían en un apartamento de una habitación con cinco adultos, la tortuga dejó de ser la mascota graciosa de un niño para tomar el lugar de un animal mañoso, hediondo, siempre en el medio, y con la habilidad de morder hasta el hueso los talones de todo humano en chancleta que le pasara por el lado. De nada valía que la metieran en una cubeta, ella la volteaba, y se salía para caerle atrás al adolescente que cada día le dedicada menos tiempo.

Un tío hizo una sugerencia entre cervezas, y el adolescente supo que a su compañera de infancia le quedaba muy poco tiempo para encontrarse adentro de una olla hirviendo. El adolescente tomó la decisión de llevarla a uno de los siete lagos  en la periferia de la gran ciudad, y entregarla a la naturaleza, donde por lo menos conocería la belleza salvaje y sin reglas del mundo animal. La noche anterior a la liberación, después de ver por primera vez una película de Kubrick, tomó a su amiga y con mucho cuidado, llorando como un adulto, le escribió con un crayón un mensaje en el caparazón.

En esa misma noche, en otra parte de la misma ciudad, un hombre que vivía solo, habiendo pesado los pros y los contras de la vida que su depresión le proyectaba, se decidió por el suicidio. Estaba cansado de este mundo olvidado por los dioses, donde el triunfo de los hombres se mide por el balance de sus cuentas bancarias, usualmente escondidas en paraísos fiscales. Desde que amaneció puso todos sus asuntos terrenales en orden, no quería causar molestias innecesarias, y en la tarde se montó en su carro para encontrar ese lugar solitario y adecuado para hacerle un último reproche mudo a esa divinidad desdeñosa que nunca lo escuchaba. Encontró el lugar en la periferia de la ciudad. Con pistola en mano, se sentó a mirar su último atardecer sobre la tierra. Todo era hermoso y triste, el sol arrojaba sus rayos dedos sobre el lago, del cual, pasito a pasito y con dirección a los pies del hombre, salió una tortuga en cuyo caparazón se podía leer claramente: Hi There!





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