miércoles, noviembre 02, 2005

The Dimension of Stillness

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Era la primera vez que Papalao se enfermaba. Nunca un dolor de cabeza, nunca una gripe. Se levantaba antes que todomundo y se iba a la parcela a supervisar la siembra, a trabajar más que los tíos y peones. Décadas, décadas. No dormía siesta. Regresaba a la casa después de que el sol se ocultara sufriendo por las menguantes lomas de la Falconbridge.

Papalao esperó meses orinando con dolor. Si no había sangre o huesos rotos no había necesidad de alarma. Creía que podía sanar solo: "Ei cueipo tiene la capacidá de curai su enfeimedade poi sí mimo." Eso decía. Un día Mamatita lo encontró en el baño arrodillado, no podía hablar, no podía levantarse.

Los doctores sacaron sangre, palparon órganos, registraron cavidades, analizaron síntomas y diagnosticaron: Próstata, cuerpo glandular que rodea el cuello de la vejiga y la uretra.

—Hay que operar, se tiene éxito en más de un 90%, y con la constitucíon de Don Lao no hay peligro.

Así que el día de la operación los pasillos del hospital se llenaron de ojos grandes. Todos estábamos ahí. Las mujeres y sus esposos. Los hombres y sus esposas. Mamatita y los nietos. Algún novio. Alguna novia. Los compañeros de dominó encabezados por el viejo Simeón que quería empezar un rezo.

El doctor salió enmascarado. Escudriñamos sus ojos para adivinar la tragedia o celebrar la esperanza.

—Se los dije, un éxito total, ahora a guardar reposo y estar bajo observación, los próximos ocho días son de cuidado.

Hubo algarabía y varias enfermeras hicieron señas Silencio Hospital.

Ocho días después del éxito acompañé a Mamatita al hospital. Era de tarde y, aparte de un leve dolor de cabeza, nada auguraba nada trascendental. Los perros ladraban, el sol estaba afuera, las manzanas y uvas colgadas en los tarantines anunciaban la navidad en el parque. La gente caminaba o corría, según su prisa. Yo le decía a Mamatita de su halitosis, justo después de la operación, ¿era normal? Le pedí que por favor le preguntara al doctor. Cada día se hacía más intensa. Imposible no notarlo.

Y este día, a medida que hablaba su respiración empezó a faltarle. Jadeaba. Yo corrí a llamar a una enfermera. Parece que todas estaban almorzando. Encontré a dos que primero me preguntaron hasta el signo zodiacal de Papalao. Tuve que gritarles para despertarlas. Ya el aire en la habitación era irrespirable. Buscaron unos camilleros. Los ojos de Papalao querían transmitirme sosiego, hasta me sonrió de despedida antes de entrar a Cuidados Intensivos.

El doctor entró sin mirarnos. Yo veía a través de la puerta como revoloteaban a su alrededor con máquinas y agujas. A su lado yacía un hombre con el vientre hinchado y rojo, a punto de explotar.

Papalao murió de una embolia: S. F. Med. Obstrucción de un vaso sanguíneo por un coágulo.

Atrás, en la ambulancia, íbamos el ataúd con el cadáver de Papalao, Tío Rafael que regresó de Detroit para el velorio y yo. El chofer escuchaba un juego de pelota entre el Licey y Las Águilas. El Licey ganaba 3 a 1 en el séptimo inning, al bate Rafael Landestoy.

La multitud no dejaba entrar a la ambulancia. Sacaron el ataúd en la calle. Lo colocaron en el centro de la sala, abajo hielo, rodeado de sillas plegables, alquiladas por docenas. Entre tanta gente no quedaba espacio para las lágrimas.

El día del entierro mataron una vaca, un puerco, treinta gallinas. Un banquete para sustituir la navidad. Medio pueblo disfrutó del velorio. Hasta tiraron fotos tocando el ataúd.

Papalao fue mi primer muerto. Nunca lo lloré. Todavía cuando voy a Bonao creo que lo veré en la enramá jugando dominó, discutiendo con el viejo Simeón sobre no acostar a doble cinco en la primera oportunidad. Todavía creo que volveré a peinarlo como a un samurai mientras cabecea en su mecedora.

En la noche Mamatita cubrió el tocadiscos, colocó una cinta negra en el retrato de Papalao. El tiempo del luto; the fourth, the dimension of stillness is in the house Mr. Pound.





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