miércoles, noviembre 28, 2012

House on the Hill


Hoy será el día más frío del Otoño. Para mi cerebro caribeño, acostumbrado a asociar el sol con el calor, siempre es una sorpresa mirar el sol ahí afuera, y escuchar la voz de mujer del Weather Channel advirtiendo a los mañaneros, abríguense, entren las mascotas, usen bufanda y guantes, si no tienen que salir no salgan, bundle up.

Hoy no tengo que trabajar, nice; no estoy en mi casa. Dejo la cama extrañando el aliento de Rachel Raquel; ella duerme, no ronca, apenas respira, miro su espalda, sus pecas, el antojo de uvas marrones, siento deseos de acariciarla, decirle que la quiero, mirarla a los ojos cuando los abra y sonría al ver su semilla en mi boca. No hago eso, me visto, la ternura no alcanza para ir a arroparla. Salgo a la terraza y mi cerebro se sorprende, mi cuerpo me pide a gritos que regrese a la habitación tibia. Las primeras en protestar este cambio de escenario son mis orejas, seguidas de cerca por mis manos que tiemblan agarrando el cigarillo, tratando de que la brisa de hielo dé una tregua para que la llama salga del encendedor. Fumo y miro el lago.

Hoy es mi segundo día en esta casa, o tal vez debería catalogarla de mansión. Tiene muelle propio con dos botes. Tiene un establo, pero hastahora sólo he disfrutado del olor de los caballos. Además de la principal, tiene dos casas de huéspedes, una frente a la otra; en cualquiera de ellas muy bien podrían vivir todos los habitantes de Cuernavaca.

Estoy pasándome el fin de semana largo en casa de Rachel Raquel, o del padre de ella, Old Westbury Gardens, Long Island. La conocí al final del verano en una fiesta, me dijo que le gustaría practicar su español, para mí mejor que el mío, además su papá era dominicano; era, desde que pudo se hizo ciudadano gringo y nunca ha regresado a la isla, como si fuera un fugitivo. Esa noche Rachel Raquel me contó una confusa historia sobre su papá cambiando de nombre al llegar a Estados Unidos. La verdad es que no le puse atención. He escuchado tantas historias de inmigrantes ilegales, luchando para conseguir un papel con un sello que tenga un águila, que todas se parecen. Además, el hombre tiene derecho a cambiar de nombre si así lo desea, como dijo Pío Baroja, "Pedro, Manuel, qué importa, lo que importa es pasar el rato." Tengo un tío que se llama Uladislao Ortiz, y ahora se cambió el nombre a Uladislao Rodríguez, no legalmente, simplemente así firma, lo que le ha provocado varios problemas con el IRS. Una cosa sí fue diferente entre el papá de Rachel Raquel y la mayoría de los inmigrantes, él tenía dinero cuando vino a este país, y mucho. Llegó a Nueva York en barco desde Santo Domingo a finales de los 60s, compró supermercados y edificios, y hoy su casa tiene este lago propio donde cada 4 de julio se gasta un hospital de pueblo en fuegos artificiales ante los ojos llenos de admiración de cientos de invitados ilustres; el año pasado estuvo Don King.

En una esquina de la terraza me encuentro con el papá de Rachel Raquel. Inmediatamente siento que mi presencia ha roto un recuerdo recurrente; me quedo quieto, sin saber qué hacer, como un intruso descubierto en una zona prohibida. “Juan, acérquese”, me dice. “¿Usted es de Bonao? Yo viví en un paraje cercano, en Blanco.”

Blanco le debe el nombre al río frío que lo atraviesa. En las mañanas de diciembre y enero la escarcha lo vuelve un espejo. Lo conozco bien, de niño íbamos en caballos a recorrer toda la zona, buscando mangos pero en verdad buscando otra cosa. En esa época todavía los campesinos dominicanos eran hombres que cultivaban la tierra, con manos llenas de cayos y con el orgullo que da saberse útil produciendo lo que tu familia come, sembrar algo, cuidarlo de la yerba, y verlo crecer hasta que es un alimento en tu plato. Hoy esos campesinos son pocos en República Dominicana, sus hijos vendieron la tierra para convertirse en plagas montadas en motores Honda 70 y los terratenientes contratan esclavos haitianos para las cosechas. Recuerdo claramente una casona en la cima de una colina, que miraba el paraje como un castillo feudal, hasta con capilla. Cuando la vi por primera vez me impresionó mucho, ya de cerca pude comprobar la ruina; las flores silvestres, la yerba en enredadera habían invadido la estructura, toda ella era un jardín de hortensias. Los campesinos hablaban de la extraña desaparición de la dueña, de cómo pasaron varios años hasta que alguien se atrevió a robar la primera vaca. Le hablo de esto al papá de Rachel Raquel y me mira por unos segundos sin decir nada, después empieza su confesión.

"La dueña de esa casa se llamaba Esperanza, los campesinos la llamaban La Doña, aunque nunca se casó. En esa época yo tenía veinte años, era su peón, y la veía como a una vieja, pero la verdad era que ella tenía trenticinco, y trenticinco años viviendo la dura vida de campo causan estragos en un ser humano; sin dentistas, sin ninguna diversión que no sea montar a caballo, oler el cacao o contemplar el nacimiento de un becerro, la vejez llega temprano. Bueno, Esperanza tenía la edad de mi hija, que tampoco se ha casado. Juan, ¿y qué es lo que les pasa a estas mujeres modernas? No pretenden protestar contra el matrimonio, simplemente no se casan. Demasiadas mañas; duermen con un hombre y amanecen en el sofá; prefieren la sociabilidad del Internet a pasar una noche hablando con amigos de carne y hueso; un amante de pilas les da más placer que un hombre que les ensucia el cuarto de baño dejando olor a tabaco por dondequiera que pasa."

"Esperanza no tuvo hijos, como mi hija no ha tenido. Ahora bien, ella se creía la mamá de todos los habitantes de Blanco. Cuando veía un niño rascándose mucho la cabeza lo agarraba y lo pelaba al rape, a caco, le lavaba el cráneo con un shampoo especial para perros, creo que con criolina, y adiós piojos. Cuando una muchacha salía embarazada primero iba donde ella y gracias a Esperanza, segura madrina del bastardo, el papá no mataba a la infeliz. Cuando un hombre golpeaba a su mujer, Esperanza se aparecía con un palo y golpeaba al hombre como el burro que era, y nadie se atrevía a levantar un dedo."

"Esperanza parecía un cocotero, esbelta, dura; su autoridad en el paraje provenía de su apellido; de la sólida casona familiar refugio de ciclones; de las infinitas parcelas sembradas de piña y vacas; de la seguridad financiera que le daba la inmensa fortuna en joyas antiguas escondidas debajo de una tabla debajo de su cama de caoba. Esperanza estaba sola, por eso todo fue tan fácil."

Aquí el viejo hace una pausa, luego, mirándome a los ojos, con voz de penitente esperando absolución, me ruega, “Juan, por favor, cásese con mi hija, por favor"; como si eso dependiera de mí.





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