domingo, diciembre 07, 2008

August

Cada mañana yo la veía pasar por el frente de mi apartaestudio en un segundo piso. Un día miras por la ventana, ves a esta muchacha caminando, apenas notas el verde botella en pantalones y saquito. Al otro día lo mismo, ahora admiras el pelo negro rizo cubriendo un lado de la cara, virgen de tintes y tenazas calientes, cosa tan rara en República Dominicana donde todas las mujeres son rubias y pelirrojas. El miércoles sigues el vaivén de la silueta femenina, la delgadez con culo. Ya el jueves esperas un nuevo descubrimiento, por lo menos un chin de tetas; para el viernes crees percibir el aroma de su perfume. 

La muchacha pasando por el frente de mi ventana se convirtió en costumbre, en rito. No era el destino, no traté de buscar un significado oculto en esta rutina. Simplemente ambos nos despertábamos a la misma hora, tomábamos los mismos minutos para el aseo mañanero; ella desayunaba, imaginé, jugo de china y pan tostado en sartén y un huevo duro, yo hacía y rehacía el nudo de la corbata mientras sudaba ante un abanico de pedestal; ella salía de su casa, que estaba cerca, yo encendía un cigarrillo en la ventana, justo en el crítico momento diario de abrir la puerta, respirar hondo y salir, o llamar al jefe e inventar una enfermedad o una muerte. El final del rito era el mismo, ella pasaba, yo la veía por unos segundos, y ella a pie, y yo en carro, entrábamos como autómatas al caos de agosto en la Núñez de Cáceres para llegar antes de las 8 a unos edificios sin ventanas a la calle a sufrir un nueve horas de desear estar en la playa.

Sólo había dos cosas por hacer, durar cinco minutos menos en el baño maldiciendo el nombre del día laboral y salir a esperarla allabajo. 

La triste Alma de Auster en su Book of Illusions tenía un antojo en la cara que no impidió al protagonista enamorarse de ella. Pero yo no era un personaje de ficción creado por un gran escritor; yo era, soy, un enano de cuerpo y espíritu lleno de prejuicios y maldad engendrado durante un momento incómodo entre un borracho y una huérfana que no se amaban; y si hubiese sido un personaje de ficción hubiese estado más cerca, en ese tiempo, quiero creer, del ignorante padre en el Face de Munro, o del frívolo esposo de la hermosa Georgiana de Hawthorne. Yo olvidé las dulces palabras con las que iba a invitarla a entrar en mi carro, en mi vida. Yo me quedé mudo, sin poder evitar el asco que me invadió cuando vi la mancha verde, escamas infamando su persona desde la ceja izquierda hasta el principio del cuello. Ella lo notó, no pudo no notarlo, y esa mañana contribuí con el resto de los humanos a hacerla sentir fea, deforme, un fenómeno deseando unirse al circo de los hermanos Fuentes Gasca para mitigar su soledad con gente y animales infelices, para esconderse del mundo bajo la sombra generosa de la mujer cangrejo.





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