viernes, octubre 21, 2005
The Traveller
Otro amanecer en este pueblo, en este país. Abro los ojos y las paredes, el armario, los gallos, me deportan. En Nueva York no hay gallos, si los hay son mudos; tampoco hay armarios, la ropa se guarda en closets dentro de las paredes.
Me quedo en la cama. Trato de recordar el color del coat que vestía, la textura de la nieve en mis dedos. Cada vez es más real. Anoche viví el vuelo, el avión cerquita de una inmensa luna llena, las azafatas mandando a apagar los radios de bachata a todo volumen, diciéndole a los hombres que se sienten que hay turbulencia, con las botellas de whisky de pasajero a pasajero; conseguí trabajo cosiendo ruedos de Levi's en una factoría de judíos en New Jersey, y besé a una gringa de ojos azules que repetía: "I love you Orlando.”
De todos mis hermanos soy el único que no está en Nueva York. Se fueron con la residencia de Salvador, claro, son igualitos: caras finas, melena. Yo tuve la mala suerte de salir a los Rodríguez, calvo a los 20 y nariz ancha. Una vez intenté irme con una peluca pegada con coquí, un 31 de diciembre porque dizque casi no chequeaban en Migración por el rebú de navidad y, además de pasar Año Nuevo preso, quedé como la víctima del guerrero Sioux Caballo Loco: el cráneo en carne viva hediendo a acetona.
Mamá esta vieja. Dios no quiere que yo la deje sola. Tal vez cuando se muera la suerte me cambia.
En los 80 la cosa era bien fácil. Te pedían, sin tener que ser ciudadano, y a los 9 meses, como un hijo, te salía la cita. Ahora si un hermano te pide dura diez años. Diez años, diez años. Salvador me dijo que es mejor conseguir otra ciudadana o gringa o boricua para casarse. Si él me hubiese pedido ya estuviera allá, pero no. Y si tengo que esperar diez años más aquí, voy a la capital y me tiro del puente Duarte.
Desde que recuerdo mi futuro ha estado en Nueva York. No estudié, no busqué trabajo, no me casé. La única novia me botó, después de tres años, se casó con un guardia. No entendió que tenía que estar soltero para cuando aparezca la mujer con papeles. Además, el matrimonio complica el papeleo.
Una vez apareció una boricua. Salvador me llamó, contento:
—Ya te conseguí la boricua, va el sábado pallá, tienes que ir al aeropuerto a bucala, se llama Évelin...
Desvelos, nostalgia por dejar el pueblo. Cuando uno se va mira las cosas con otros ojos. Bebí mucho romo con los amigos, con mi compadre Tito en el río Yuna pescando jaivas. El sábado le pago la gasolina a Fausto, nos vamos para el aeropuerto. Me paro entre la gente que salía del vuelo de American con "Évelin" escrito en un folder amarillo. La boricua se acerca, me mira de arriba abajo, mira a Fausto y le pasa la maleta:
—Quiero una cerveza.
Yo, como siempre que importa, me quedo callado todo el viaje. Fausto habló como un perico, de hecho, creo que se estaba dando unos fuetazos; la boricua risa y risa. "Otra cerveza", decía cada vez que Fausto se paraba a orinar y a meter en las paradas a todo lo largo de la carretera. Llegaron borrachos y abrazados. Esa misma noche durmió con Fausto en el hotel de Jacaranda. A los dos días se casaron. A los 9 meses Fausto tenía su greencard, llegó a Nueva York, se divorció de la boricua, agarró una esquina y a los pocos meses lo mandaron maquillado con un balazo entre ceja y ceja y algodones en la nariz. Salvador perdió los mil dólares del avance a la boricua.
¿Y Luisito? Ese bárbaro se fue en yola, por Miches. Llegó a Puerto Rico, eso sí, con la piel despellejada del sol y deshidratado; se casó con una boricua, cruzó a Nueva York a manejar un taxi. A los dos años regresó con el dinero para que sus cuatro hermanos se fueran en yola, "que eso no e na". Los hermanos se metieron en miedo, "ni por el diablo hacemo esa travesía". Entonces, él mismo, Luisito, los acompañó a Miches y se montó en la yola con ellos, teniendo greencard, que si los Guarda Costas lo agarraban iba a decir que estaba paseando por el Canal de la Mona, que él tenía papeles. Allá están los cinco, gordos y con las mejillas rosadas y sin espinillas.
Yo trato de irme en yola, un viaje organizado por Polemí, que tiene contactos. Vendemos vacas y caballos para el pasaje. El día del viaje no le digo nada a nadie, no hay nada más azaroso que la envidia. En una mochila meto una muda de ropa en una funda plástica, hay que tirarse al mar desde que se ve la costa de Aguadilla y es bueno estar seco para no despertar sospechas; también meto un doble litro de Pepsi, trece paquetes de galletas de soda, un salami entero y una fundita de bolones rojos para ir chupando. A las once de la noche voy donde Polemí, en la cola de un motoconcho. Me fijo que hay como muchos carros con las luces prendidas, muchos hombres en actitud de alerta. "Familiares de los otros pasajeros", pienso. Sale Polemí entre dos hombres, "sus contactos", pienso. Me tiro del motoconcho y le voceo:
—Polemí, ¿ya nos vamos?
Polemí me corta los ojos y uno de los hombres dijo algo como: "Ahí hay otro." De la nada aparece un gorila que me agarra y en un dos por tres me esposa con las manos atrás.
—Tú tiene la carita como de niño, ¿tú ere menor de edá? —me pregunta el gorila.
—No señor, si quiere mire mi cédula, yo tengo 28 año.
—Ah bueno —contesta el gorila, me arranca la mochila con los bolones y me zambulle en un carro negro, al lado de Polemí, directo para la capital. Polemí no me dirigió la palabra en todo el trayecto. Tres meses en la cárcel de la Victoria, cómplice de Polemí, respirando inmundicia, protagonista de una pesadilla, mamá pagándole al Pinto quinientos pesos semanales para que no me violaran.
Ahora debo pararme de esta cama, lavarme la cara, beberme un café con Mamá; ir a la carnicería a observar cómo el carnicero convierte un perro en chivo mientras un millón de moscas chupan la cabeza de una vaca.
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