domingo, julio 20, 2008

Welcome Bob

Yo estaba en la piscina en pantaloncillos, a minuto y medio de quitármelos. Ella había ido al baño o algo por el estilo, “Vengo ahora mimito lindo”, dijo. Mirándola mientras se iba pensé me voy a enamorar de esta muchachita tan linda, con este culo tan grande.

Yo estaba en la gloria, saboreando el mejor momento que iba a pasar en esa piscina esa noche de luna roja cuando escuché pasos de policias; sólo los policías y los rinocerontes  caminan de esa manera sobre el mármol, sonando sus pezuñas con la indolencia inherente a las bestias; no bien miré hacia la puerta que daba a la terraza vi los uniformes. Me asusté, recuerda a Stevenson, con el miedo natural sentido por todo ser humano honesto ante un policía, especialmente si el policía es dominicano; y tuve toda la razón para asustarme, venían por mí. “Salga de esa picina ahora mimo”, dijo el que por las rayas en sus hombros debía ser el más bruto. Salí con “¿Cuál es el problema?” en la boca; a mitad de mi razonable pregunta me dieron la primera galleta tumbándome el diente postizo; sacaron pistolas y me esposaron y me empujaron y el segundo más bruto agarró mis jeans y revisó bolsillos encontrando una condena de 2 a 5 años en la cárcel de La Victoria, o una colecta familiar de 100 mil pesos.

Yo conocí a la muchacha en la boda de unos panas en común, filtros para entrar en confianza. En la boda no se separó de mí, por los flashes que las equis de esa noche me dejaron, nos divertimos mucho. Ella me presentó a su hermano Roberto, un clon de traje caro con la convicción de que aquel que a sus 30 no era millonario, por herencia o por propio esfuerzo, nunca llegaría a ser alguien importante. Por eso, además de unas cositas que le contaron de mí, creo, no le caí bien al hijo de la gran puta cuñado-to-be. Cuando me vio en la piscina llamó a la policía para reportar a un intruso, un dinero fue ofrecido, y 10 minutos más tarde estaba yo en el asiento trasero de una patrulla, con el miedo y la vulnerabilidad que puede sentir un hombre casi desnudo, con varios tatuajes feos, con un diente menos y sin saber lo que está pasando, pero con la certidumbre de que la situación sólo podría empeorar.

Yo ya no recuerdo muy bien la cara ni el culo de la muchacha, creo se casó y se fue a vivir a Montreal después de la ruina del negocio familiar, pero al hermano, al hermano, al hermano lo recuerdo minuciosamente, y después de tantos años deseando encontrarlo aquí me encuentro a Roberto, o tal vez en Nueva York lo llaman Bob, durmiendo esta madrugada de martes en este solitario tren hacia el lejano Jamaica Bay.





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