sábado, febrero 04, 2012

Esbjerg, er noerved kystten


Bonao a la capital de 17 años. Nunca había estado lejos de mi familia; no sabía lo que era no tener ropa limpia. Poco a poco los pantalones, las camisas, las medias y los pantaloncillos se fueron acumulando en un rincón hasta que mi habitación empezó a oler a cueva.

Yo vivía en una pensión de la calle Las Damas, 75 pesos al mes; la pensión de Doña Niña, una vieja con un solo diente, muy fea, y muy amable mientras no te atrasabas con la renta. Yo me pasaba el día entero en la universidad, no quería regresar a esa habitación con esa camita sándwich sin sábanas, con esa estufa eléctrica de una hornilla, con ese abanico de mesa. Salía cuando cerraban la biblioteca, caminaba lentamente los cuatro kilómetros toda la Independencia, subía uno a uno los 87 escalones, abría la puerta cogiendo mucha lucha con la llave, hervía un plátano, si había luz, picaba un tomatico barceló, y me acostaba con los ojos abiertos; en un mes rebajé más de 20 libras.

Un sábado sin clases en la zonal colonial. El loco residente al que llamaban Papote estaba dando su show en el parque Colón donde la atracción principal era verlo comerse un ratón; la segunda verlo beber pintura roja. La gente estaba asqueada, pero aguantaban el asco hasta que la lengua tocaba el fondo de la lata, después arrojaban algunas monedas, nunca un billete, y seguían con sus días, anhelando encontrar un loco en cada esquina de la calle El Conde. Me senté en un banco mirando a los viejos con boinas echar migajas de pan a las palomas traidoras que preferían el maíz de los recién casados. Ahí conocí al Belga, mi vecino.

¿Quién bautizó al Belga con ese nombre? Él era de Dinamarca. Así somos los dominicanos, a los japoneses les decimos chinos. Muy bien podrían haberlo llamado el Danés, tan cerca de quesos y perros, pero todomundo le decía el Belga y ninguna fuerza de este mundo, o de otro, puede cambiar un apodo cuando la gente se acostumbra, especialmente si al dueño no le importa.

El Belga tenía una habitación en la pensión de Doña Niña, tres puertas más allá. Como a todos los europeos que se quedan en mi país, sin dinero y sin irse a vivir a la playa, lo rodeaba un misterio. Para mí que andaba huyendo, tal vez de la policía, tal vez de una mujer que lo hizo sufrir, como yo mismo ahora; sólo sé que me dio la impresión de querer regresar a su tierra, pero no podía, o no se atrevía. Cuando no estaba en el parque, estaba en el malecón, viendo el mar, los barcos recitando el verso de Brodsky sobre la mentira del horizonte, o estaba en su habitación, pintando.

Belga, ¿por qué siempre pintas el mismo paisaje?

A veces, cuando se emborrachaba, hablaba en su idioma; por sus inflexiones y sus gestos agresivos yo deducía que eran los equivalentes de coño, coñazo, maldita vida, hija de la gran puta, u otras malas palabras y maldiciones; pero cuando miraba el cuadro se calmaba, y su voz era dulce. "Esbjerg, er noerved kystten", repetía, o algo parecido, y en su hermoso español describía un país de vacas sin cencerros, de bicicletas sin dueños, de puertas abiertas, de urbanización planificada; un país sin ladrones donde la primavera saltaba de repente rompiendo la nieve.

El Belga fue el primer extranjero que conocí, es decir, sin contar a los haitianos que de vez en cuando pasaban por Bonao a comerse los niños malcriados, según amenazas de madres y padres. Fue mi primer amigo adulto. Nos pasábamos las noches hablando de todo un poco, del horóscopo Leo y Aries, de las kenningars, casa del mar es barco, que él gustaba y que yo conocía gracias a Borges, del año saturniano igual a 30 años terrestres, qué hermosas lucen las mujeres en vestidos amarillos, de la crueldad del hombre hacia los animales, de lo insípido del vegetarianismo. Me enseñó a cocinar todo tipo de carne, y me dio 20 pesos para que le comprara un regalo de cumpleaños a la primera mujer que me rompió el corazón, haciéndome muy feliz primero.

Yo recitaba mis primeros versos plagiando sin vergüenza a Lorca y a Girondo, y el Belga pintaba una y otra vez las mismas hojas de algún árbol de su infancia, borraba y coloreaba una y otra vez la misma gaviota. Pensé que no quería terminar el cuadro, que si lo terminaba tendría que tomar una decisión, y que no estaba preparado para eso.

Diciembre. Bonao por un mes ay mi niño tú si ta flaco come come come. Enero ay mi niño te me va de nuevo no deje de llamame por el amor de Dio come come come. Volví a la capital y encontré la habitación del Belga vacía, la puerta abierta. Doña Niña me entregó el cuadro, terminado y sin firmar, sin ninguna carta o nota de despedida. ¿Regresó el Belga a Dinamarca? ¿Se enroló como cocinero en el barco finlandés Kaarlo Juho Ståhlberg? Yo mismo no sé, sólo sé que esa noche, solo en mi habitación, mirando el cuadro que no presentaba gran calidad artística, árboles gigantes y arena color de avena tocando un mar pálido y que de alguna manera se me antojaba frío, prometí en voz alta, con lágrimas en las mejillas y con la solemnidad de los últimos días de mi primera juventud, que algún día visitaría Esbjerg, en la costa.





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