jueves, septiembre 26, 2013
borderline
No recuerdo el nombre del último pueblo por el que pasamos antes de entrar a tierra extranjera. Es muy posible que entre las raras vaguadas para hacer daño, los ciclones de septiembre y el hambre de siempre ya haya desaparecido. Un pueblo, no, un paraje del Sur dominicano, con sus calles de polvo rojo, sus mujeres y hombres de 25 años exhibiendo encías de ancianos, y sus niños desnudos soñando ser guardias.
La última comida caliente había sido en Barahona, chivo. Yo, la verdad, si veía otra tuna lloraba, además, se habían acabado.
“Oye muchachito, ¿dónde hay un retaurán por aquí?”, le pregunté al niño que, al lado de un burro cargado con sacos de quién-sabe, se entretenía jalándose un ombligo muy parecido a una tetera de biberón. El niño no me contestó, el burro tampoco.
“Muchacho, este pueblo nada más tiene esta calle, si hay algún lugar donde comer seguro lo encontramos”, me dijo Quisqueya, una cocodrilo de Préstamos, el departamento del Banco bautizado en este recorrido como el Lago Enriquillo gracias al gran parecido de sus empleadas con los reptiles que habitan la zona. Quisqueya era una criatura encantadora. Las piernas cortas y velludas; el pie largo. El largo del pie y el de la pierna eran el mismo, y el largo de los dedos del pie era la mitad del largo del pie. Una pequeña capa de musculitos daba forma a la parte más alta de la piernita. Pero no eran muchos, se veía mejor la forma de los huesos. En los pies sólo tendones y osamenta. Daba gusto ver aquello tan feo.
El pueblo, digo, paraje, no tenía esquinas, una sola calle, sin pavimento, con casitas descascaradas por el solazo donde a veces se divisaban ojos sin cuerpos. Los únicos seres con camisas, o chamarras, eran los guardias que, cada quinientos metros, nos detenían, miraban hacia dentro de la guagua tap tap con desconfianza, veían un par de hombres blancos y un par de mujeres teñidas de rubio, agarraban con desdén la tarjeta de general del hermano del VP de Finanzas, la entregaban con respeto, y nos dejaban seguir hasta el siguiente de los mil puntos de chequeo no oficiales de nuestra frontera con Haití.
Por fin un hotel; el letrero, con varias letras devoradas por la intemperie, decía, " AN OTEL". El calor aguaba la atmósfera, vimos una piscina donde saltaban niños. Ya de cerca nos dimos cuenta que no eran niños, eran macotoros, chapoteando en un retazo de agua espesa y verde con un fondo de lodo. Un hotel, o las ruinas del sueño de algún romántico, carente de visión para los negocios. Invertir dinero, no importa si de droga, en un pueblo sin ninguna esperanza de progreso, por lo menos en los próximos dos milenios, es la decisión adecuada para un entrepreneur adicto al perico.
El grupo de empleados bancarios entró a lo que en la inauguración alguien habrá llamado Lobby o Recepción. Un tipo con un palillo en los dientes, sentado en una silla de guano media defondá, recostada de la pared, no alzó la mirada, muerta la capacidad de asombro, como si estuviera acostumbrado a que a este "negocio" entraran 25 personas con cara de vamos a gastar mucho dinero aquí.
"Buenas, ¿qué tú tiene de comé?", dijo el empleado bancario que se había autoproclamado guía de la gira, respondía al nombre de Chupetín y siempre estaba borracho.
"Buenu, tenemu pollu con fritu, y pollu con plátanu jervíu", dijo el tipo con el palillo en los dientes.
"Sí sí sí, con frito, ¿y pa bebé? ¿Tiene Coca Cola, o cualquier refreco, o cerveza, o botella de agua?"
"Nu, Coca Cola nu hay, ni cerveza, er agua nu e buena pa bebé, solu tenemu Jugu Rica."
"¿100 por ciento?"
"¿Eh?"
"OK, traiga mucho de todo, pero rápido."
Nos sentamos donde pudimos. Salieron par de criaturas que tal vez en un tiempo fueron llamadas mujeres y organizaron una mesa sin mantel. A los pocos minutos trajeron una bandeja con alas, cocotes y patas de algún ave (Circa 1984), varias docenas de tostones (Circa 1985), varios cartones de Jugo Rica (Circa 1982), y una botella de cachú verde (Circa 1971). Cuando le pedimos hielo a una de las criaturas nos miró como si le hubiésemos pedido uranio. Peleamos por las partes del avecilla que se veían menos dañinas, es un milagro de la prodigiosa doncellez que no nos envenenáramos; aunque ya perdí el contacto con la mayoría del grupo, tal vez alguno haya muerto de cáncer estomacal.
Entramos en Haití. Cosa rara, no vi mucha diferencia con los últimos parajes de la República Dominicana, no me sentí diferente. Era una especie de mercado, rodeado de sombrillas, rodeado de colores. Una haitiana se bañaba en un lago de azufre enseñando el toto y tapándose las tetas, "Dominicane, yo nacé con la de abaje y no con la de arribe." Busqué sombra debajo del único árbol en 500 kilómetros a la redonda, cayó una fruta. La recojo, la huelo. "Dominicane, ese e mamén de perre, ese envenená", me dijo la haitiana. Arrojé la fruta como si me quemara los dedos. La haitiana la recogió, la abrió y empezó a comérsela mirándome a los ojos, riéndose de mi ignorancia. La pulpa era mamey, la risa contagiosa. Alguien del grupo apareció con refrescos artesanales, cero control de calidad. Las etiquetas parecían dibujadas por niños. Algo que podía ser uvas. Algo que podía ser naranja. Algo que no se parecía a nada hecho por la Naturaleza. Me tragué uno de un trago. Y, como diría mi amigo el poeta Pumarol, por suerte para la poesía, olía a miao, olía a grajo, olía a golpe de estado.
Ya en lado dominicano, a trescientos treinta y cinco kilómetros de la capital, nos pararon unos guardias. El más bestia entró a la guagua tap tap sin pedir permiso, con la hombría que le proporciona una ametralladora a un cobarde, e intentó sacar a la fuerza a Juan Valdez, el encargado de Archivo que había cometido el delito de sentarse al lado del chofer, siendo negro, y tan cerca de la frontera.
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