viernes, octubre 09, 2015
i like New York veri veri mucho
Ahora que soy ciudadano gringo quería
escribir una nota sobre I Love NY. Una especie de juramento fiel. Mi primera
idea fue plagiar a Brodsky, pero no "Buenas Noches, don't mind the
roaches", mejor Exeter Revisited:
¿Qué se necesita para prometer
alianza a otra geografía?
¿La fecha de expiración de un
expediente de corrupción?
¿Un par de manatíes viejos, dos
jóvenes solenodontes?
¿El Hudson, en cuyas orillas se hacen
barbecues venerando
la bandera de una isla caribeña?
¿O una hoja de una mata de plátano,
recién arrancada y
todavía supurando clorofila?
Siempre noto que los que no viven en
esta ciudad, especialmente europeos, monjes tibetanos y los comunistas que
todavía quedan que no son chinos, alegan que todo es materialismo en Nueva
York, y es posible que así sea si nos llevamos del alto precio de la renta y de
la alta histeria de los viernes negros. Lorca, ya en 1929, escribió:
“Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos,
que dejan los cielos hechos añicos”.
Es el consumismo egoísta de los
grandes asentamientos humanos, imagino que así debe ser en muchas de las
grandes ciudades del mundo. Por eso pensé (Oh O. Henry) en escribir una nota
sobre alguien que sale de su casa abrumao por la maldad urbana de las noticias,
y en su paso encuentra pruebas de la humanidad que creía extinta. Y, claro,
para apreciar esa humanidad se necesita seguir el consejo de Rimbaud: "La
caridad es esta clave". Con esta mente llena de clichés piadosos pensé en
aquella vez que vi a alguien, tal vez yo mismo, arrojar una moneda a un amasijo
de sucio que tal vez era un ser humano y no un barril de guineos podridos como
diría Baudelaire; recordé que ayer en la lluvia vi a un viejo caerse en la
entrada del Subway en la 96, y aunque no me detuve porque iba tarde a una cena
con postre ti ra mi su, vi que varios lo hicieron; traté y traté, no sé si era
la resaca, pero lo único que me llegó fue el rumor sin testigos oculares de que
un tío mío deja que un loco manso entre a su lavandería para que se proteja del
calor o del frío aunque sea hasta las 7pm. Entonces recordé
conscientemente que O. Henry tiene su cuento "La Hechura de un New
Yorker".
En esta historia, Raggles, un poeta que no ha escrito un verso
pero que vivía su poesía, llega a Nueva York. O. Henry nos dice que si se
hubiese dedicado a la tinta y al papel:
"su especialidad sería sonetos a
las ciudades",
ya que para él:
"una ciudad era una cosa con un
alma característica y distinta; una conglomeración individual de vida, con su
propia esencia, sabor y sentimiento peculiares".
Raggles empieza a caminar por
Manhattan:
"... y la cosa que más pesó en
su alma y obstruyó su fantasía de poeta fue el espíritu de egoísmo absoluto que
parecía saturar a las gentes como los juguetes son saturados con pintura. La
humanidad se les había ido".
Raggles identificó varios tipos:
*Señor maduro, corta barba de nieve,
cara rosada, que parecía personificar la riqueza de la ciudad.
*Mujer alta, hermosa, vestida como
una princesa de antaño, sedas y pieles, con ojos tan fríamente azules como la
reflexión de la luz del sol en un glaciar.
*Hombre subproducto de esta ciudad de
marionetas, con papada, ancho vaivén, y la complexión de un bautizado infante
con nudillos de boxeador profesional.
En fin, Raggles y su corazón de poeta
despreciaban a esta ciudad bella, pero despiadada y sin alma. Mientras así iba
rumiando su desdén, cruzando una calle fue bateado por un carro, y cuando abrió
los ojos...
"Primero un olor se le presentó—un olor de flores de
temprana primavera del Paraíso. Y entonces una mano suave como un pétalo que
cae tocó su frente. Doblándose sobre él estaba la mujer alta vestida como una
princesa de antaño, con sus ojos azules, ahora suaves y húmedos con simpatía
humana. Bajo su cabeza sobre el pavimento, estaban sus sedas y sus pieles. Con
el sombrero de Raggles en la mano y con su cara más rosada que nunca de un
ataque de vehemencia contra el manejo temerario, se paraba el señor maduro que
personificaba la riqueza de la ciudad. De un café cercano se apresuró el hombre
subproducto con su vasta papada, portando un vaso lleno de un líquido carmesí
que sugería deliciosas posibilidades..."
Al final todo lo de arriba es la
forma única de O. Henry para elogiar a Nueva York, humanizando sus
estereotipos, volviéndolos afables con disimulada moraleja divertida de no
juzgar el interior por lo exterior, y yo, desgraciadamente, no soy la
reencarnación de O. Henry, así que como ciudadano práctico, impaciente y
prosaico de una era de tercera mano (la de Brodsky, según él, era de segunda)
estúpidamente optimista y medio leve, el mejor elogio sería decir que tal vez
no amo a Nueva York, no me creo posible de ese sentimiento hacia cosas
abstractas, o concretas con mucho acero en su anatomía, pero como escribió una
tía mía en su examen para la ciudadania: "i like New York veri veri mucho". Cuando camino por Manhattan
concuerdo con aquel que pensó que es más bello un cuadro de un paisaje pintao
por un hombre que el mismo paisaje creado por Natura, es decir, un asombroso
rascacielo hecho por hombres mortales es más meritorio que una asombrosa
montaña hecha por el Tiempo. Pero más arriba de la inmensa opulencia están los
pequeños edificios de Harlem, y todavía más arriba están las casitas románticas
del Bronx. Y a pesar de Nueva York ser el depósito de todas las razas humanas
con todas sus endémicas mañas malas, las cosas funcionan. No es que no haya
problemas, crímenes terribles, pero no es la constante, como dijo Sir Arthur
Conan Doyle a través de Sherlock Holmes:
"No, no crimen.
Solamente uno de esos pequeños y caprichosos incidentes que pasarán cuando
tienes millones de seres humanos todos empujándose el uno al otro dentro de un
espacio de unas pocas millas cuadradas".
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